La Lanza del Destino, también llamada de Longinos. En realidad, como descubriremos, habría que decir las lanzas del destino. El arma con la que fue atravesado el costado de Cristo en la cruz, y que desde entonces se ha convertido en una de las reliquias más importantes de la cristiandad, sólo superada por el Santo Grial y la Sábana Santa. Con los años este arma se ha convertido no sólo en una reliquia cristiana, sino en un objeto de poder sobrenatural que asegura a su poseedor la victoria sobre sus enemigos y ha sido buscada, encontrada, y blandida por multitud de personajes ávidos de gloria y poder, caso de Carlomagno, Federico II Barbarroja, o el propio Adolf Hitler. Vamos, pues, con la historia de la Lanza del Destino. Advirtamos antes que, más que con la historia de una reliquia, nos encontraremos con la aparición de varias lanzas en determinados momentos históricos que fueron identificadas por sus dueños como la verdadera arma que traspasó el costado del crucificado. Pero empecemos por cómo aparece esta reliquia en la tradición cristiana.
Como ya narré aquí, los judíos no querían que el sábado de la Pascua hubiese crucificados, por lo que pidieron que se diese muerte a los condenados y fueran retiradas las cruces y los cadáveres. Cuando se quería que un crucificado muriese pronto, se le quebraban las piernas y al no poder tomar impulso para exhalar el aire, se asfixiaban. Eso les encomendó Pilatos a sus soldados, que así lo hicieron con los dos ladrones que estaban crucificados junto a Jesús, pero llegando a éste, vieron que ya había muerto. Uno de ellos, le atravesó el costado con una lanza, y manando de él sangre y agua, comprendieron que había muerto. Éste sería el origen de la lanza del destino, narrado en Jn. 19, 31-34. El Evangelio de Juan es el más original de los cuatro, no en vano a los otros tres se les llama sinópticos porque son parecidos. En ellos no se narra la escena de la lanzada, pero sí que se cuenta cómo el centurión romano que custodiaba a los condenados, al ver morir a Jesús, exclamó “verdaderamente era Hijo de Dios” (Mc. 15, 39; Mt. 27, 54) o “verdaderamente era un hombre justo” (Lc. 23, 47). La tradición ha identificado a este centurión con el soldado de la lanzada, y en el evangelio apócrifo e Nicodemo, del siglo IV, se le bautiza como Longinos (derivado de la palabra griega logjié, que significa lanza). A partir de entonces se le han atribuido diversas historias casi milagrosas, como que le comunicó a Pilatos que se había equivocado en su veredicto, que cuando le clavó la lanza, al salpicarle sangre de Cristo se le curó un ojo que tenía enfermo, o que se convertiría en ermita en Capadocia, donde sería martirizado y por ello alcanzaría la santidad (dentro del martirologio romano se le cita como San Longinos).
En cuanto a la lanza, el arma habitual de los legionarios romanos era el pilum, una lanza arrojadiza, pero también existía el hasta longa, más larga y que se asemejaría más a lo que nosotros entendemos como lanza y a la propia historia de la lanzada de Cristo. Estas lanzas tenían una punta metálica de entre 25-30 cm., astil de madera y regatón metálico en el extremo inferior, de modo que medirían en total entre 1´80 y 2´60 metros.
Vayamos pues con la odisea de la reliquia hasta nuestros días.
Empezamos con la historia de “una” de las lanzas. Una vez Jesús fue sepultado (y resucitado para los creyentes), la lanza fue guardada y escondida por las primeros discípulos de Cristo. Tras la rebelión judía del 66 liderada por Simón Bar Giora y Juan de Giscala, el emperador Tito entró en Jerusalén y destruyó la ciudad hasta sus cimientos. Los cristianos, antes de la entrada de las tropas romanas, se llevaron la lanza a Antioquia, en la actual Turquía, una de las ciudades más importantes del cristianismo primitivo. Pasarán casi mil años hasta que se sepa algo de esta lanza antioquiana. Tras la expansión y control musulmán del Próximo Oriente, la ciudad será alternativamente controlada por el imperio bizantino y por pueblos musulmanes, llegando hasta la dominación selyúcida en 1085. En el transcurso de la Primera Cruzada, en 1098, los cruzados comandados por Godofredo de Bouillon logren recuperar la ciudad para la cristiandad. Sin embargo, una vez tras sus murallas, tuvieron que hacer frente al cerco selyúcida. Los cercados estaban en una situación desesperada, sin provisiones y sin agua, y en una gran inferioridad numérica frente al enemigo. Las fuentes difieren aquí sobre si fue un soldado el que dijo haber tenido una visión en la que San Andrés le había indicado que la Lanza del Destino estaba bajo el suelo de la Catedral de San Pedro, o si fueron unos cristianos orientales los que advirtieron de su presencia a los cruzados escondida en la propia muralla de la ciudad. El caso es que la lanza fue encontrada, y, a modo de milagro, esto dotó de un ardor guerrero a los sitiados que a pesar de su inferioridad y crítica situación lograron romper el cerco musulmán y salvar la ciudad, que se convertiría en la capital del nuevo Principado Cristiano de Antioquía. En Echmiadzin, Armenia, se conserva un objeto que aseguran es la lanza encontrada por los cruzados. Sin embargo, según otra fuentes, los cruzados finalmente la donarían al imperio romano de oriente, al emperador bizantino, y, por tanto, viajaría a Constantinopla. Sin embargo, en Constantinopla ya existía otra Lanza del Destino…
Volvemos atrás, y “olvidamos” lo dicho hasta ahora. En efecto, la lanza sería custodiada por los primeros cristianos, y en concreto por José de Arimatea, el rico judío miembro del sanedrín pero discípulo de Jesús. Éste fue recopiló una suerte de “tesoros de la vida de Jesús”, caso del Grial, la lanza, la cruz, los clavos, la corona de espinas y el Sudario de Cristo. Este tesoro estaría en manos de los primitivos cristianos hasta la ya aducida toma de Jerusalén por Tito en el año 70. Alguna tradición de la época sitúa la lanza en manos de San Mauricio, el comandante de la conocida como legión tebana, martirizado por el emperador Maximiliano a principios del siglo III por negarse a perseguir a los cristianos. Llegando el siglo IV, la madre del emperador Constantino, Santa Elena, organizó la búsqueda del Santo Sepulcro en Jerusalén. Debía ser una arqueóloga de excepción (¡y en el siglo IV!) porque encontró todas las reliquias las del supuesto “tesoro” de José de Arimatea bajo un templo dedicado a la diosa Venus. Bien es cierto que la Santa no llevó la Lanza (ni la Vera Cruz, por ejemplo) a Roma, por miedo a cometer sacrilegio, pero no tuvo reparos en llevarse los clavos de Cristo. Santa Elena ordenó erigir una basílica en ese lugar, donde se alza actualmente la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. En el siglo VI, una tal Antonino (San Antonio de Piacenza), peregrinó a los Santo Lugares, declararía haberla visto en la Basílica del Monte Sión, en Jerusalén. Según nos cuenta el Chronicon Pasquale, cuando en el siglo VII el rey persa Corroes saqueó Jerusalén, se hizo con las reliquias. Empero, un cristiano fue capaz de partir la lanza y sacar de la ciudad la punta, entregándosela al patriarca Nicetas que la llevó a Constantinopla. Cuando en 631 el emperador bizantino Heraclio recuperó Jerusalén, también lo hizo con la parte de la lanza que allí estaba, el asta, pero dejó la punta de la lanza en la capital de su imperio, primero en la Catedral de Santa Sofía, y posteriormente en la Capilla de los Faraones.
El hijo de Santa Elena, el emperador Constantino, se había convertido al cristianismo tras una visión la víspera de su decisiva victoria frente a Majencio en la batalla del Puente Milvio (28 de octubre de 312) donde se le presentó el símbolo de la cruz (más concretamente el lábaro o crismón) y la leyenda “In hoc signo vinces” (con este signo vencerás). Posteriormente, en 313, publicó el Edicto de Milán, que despenalizaba el cristianismo, religión prohibida y perseguida hasta ese momento en el imperio. Pues bien, Constantino, con uno de los clavos de Cristo, se hizo una segunda lanza, al no poder poseer la “original”, llamada desde entonces “la Lanza de Constantino”. Ésta fue considerada también como un objeto de poder, y se mantuvo bajo la custodia de los emperadores bizantinos, al igual que la de Jerusalén.
Llegados a este punto llevamos, ¿cuántas? ¿Tres, cuatro lanzas? Pues en el próximo artículo de esta serie descubriremos otra.
viernes, 2 de abril de 2010
Yo no estuve allí: La Lanza del Destino (I)
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