sábado, 27 de marzo de 2010

Semana Santa 2010

Llega la Semana Santa. Vacaciones, viajes, atascos, procesiones, torrijas, Espartaco, Quo Vadis y Ben Hur. Eso suelen ser para muchos estas fiestas. En mi caso, aparte de todas estas cosas, también es la conmemoración de una historia, llamada por algunos la más grande jamás contada, que anualmente me llena de emoción y esperanza. La Pasión de Jesús es un relato vibrante, estremecedor… mu bonito, qué cojones. El sacrificio de ese hombre, su amor hacia los demás, la traición que sufre y acepta, el dolor que aguanta, la injusticia que se ceba con él, la soledad que percibe en sus últimos momentos, la preocupación que muestra por aquellos a los que deja en este mundo… es todo tan humano pero a la vez tan sublime que no pasa un año sin que llegando estas fechas, dos, tres, cuatro o más veces se me ponga la carne de gallina, un escalofrío de emoción recorra mi espalda y, porqué no reconocerlo, alguna lagrimita se me escape, las cosas como son. Supongo que en esta sucesión de sentimientos, amén de lo espectacular y estremecedor de la historia y de la escenografía, algo tiene que ver la Fe, algo que tengo desde que era niño y que espero mantener hasta que me muera. Señalo esto por si algún lector/lectora ha empezado ya a poner pegas a la historia de la Pasión y a los efectos que tiene sobre una gran parte de la población. Cierto es que en muchos casos la Fe será un término que esté fuera de la ecuación, pero como en mi persona se trata de un aspecto central (si no, la figura de Jesús de Nazaret estaría en mi panteón personal a la misma altura que Spiderman, John McLane, Cristóbal Colón, Neil Armstrong o Indiana Jones, por poner unos cuantos ejemplos, y no lo está, claro) ténganlo en cuenta y absténganse de prejuicios muy de moda que de manera irracional, contrariamente a lo que creen, etiquetan como negativo y malsano cualquier cosa relacionada con la religión.

En esta sociedad sin argumentos, donde lo que se lleva es el eslogan repetido una y mil veces sin ningún tipo de sentido profundo (¿y acaso no es eso un dogma como los que precisamente critican estos predicadores de la laicidad?), se ha venido imponiendo la moda de negar todo tipo de validez y provecho a la religión. Dicen referirse al hecho religioso en sí, aunque bien es cierto que en el centro de su diana suele estar el cristianismo, y más en concreto la Iglesia Católica. Si en un principio intentaban justificar su rechazo al hecho religioso desde el punto de vista de la razón, desde tiempo ha la mayoría niegan el uso de la argumentación lógica para hacerlo y lo dan por sentado como si de una verdad inmanente (ergo ¿religiosa?) se tratase. Lo único que esto hace es desvelar (“quitar el velo”, “adentrarse en el misterio”, como hacen cada una desde su ámbito propio la ciencia y la religión) sus escasas luces y a menudo taimados intereses, pero, sobre todo, su molicie vital, pues es muy cómodo negar la duda que asola toda existencia humana y creer vivir en la verdad absoluta (algo que comparten los fundamentalistas religiosos… cuántas similitudes; realmente curioso, ¿no?). Como dice algún teórico de la ciencia, se suele encontrar lo que se busca, lo cual necesariamente constriñe nuestra capacidad de aprehender la realidad en toda su extensión. Lo mismo ocurre cuando uno se acerca al hecho religioso con la sola intención de demostrar los efectos negativos que produce y han producido en las sociedades en general y en los individuos en particular. Si con ello viven más tranquilos, bien está, pues con ello la propia religión, víctima de su intención de desacreditarla, ha conseguido su objetivo: dar cierta seguridad y tranquilidad ante la angustia vital que todo individuo pensante ha sentido en algún momento. He aquí otra paradoja por tanto: la religión logra lo que Marx llamaría sus efectos opiáceos incluso en aquellos que la atacan, pues encuentran en su vida un leit motiv tan poco edificante como la destrucción egoísta de las creencias de los demás, convirtiéndose por tanto en fundamentalistas laicos. Nótese que en este caso, como casi siempre, lo importante no es el adjetivo sino el sustantivo, asimilándose así a lo que creen combatir.

Esgrimen con asiduidad indecentes tergiversaciones e inexactitudes históricas, escamoteando aspectos y dimensiones de la vida que pondrían en duda sus tesis. Así, una de las habituales falsedades de las que hacen gala y cuelan como base de sus presupuestos es el llamado mito del “buen salvaje”. Presuponen que las sociedades pre-cristianas, o no cristianas, eran una suerte de utopías, donde la gente vivía feliz y comía perdiz, basadas en el respeto y la alegre confraternización. Ésta es una gran mentira. Y mu gorda. Y la utilizan para denunciar las cruzadas, la conquista de América, la Edad Media, la Inquisición… Vale para todo, vamos. La Iglesia Católica es la panacea del vaguerío intelectual; se le echa la culpa de todo y ya está. Ni se plantean comparar el mundo pre-cristiano (ese “maravilloso mundo clásico”, por ejemplo… ¡Ja!), con el posterior, ni los aspectos revolucionarios que el mensaje evangélico, y su filosofía inmanente, provocaron en la humanidad (por ejemplo, los derechos humanos están basados en la ética cristiana; “no, son laicos”, dirá alguno, “y unos güevos”, respondo yo, porque al fin y al cabo el propio laicismo es hijo del cristianismo). Cierto que estoy identificando cristianismo e Iglesia católica, y no es lo mismo. Pozí. Y lo hago porque es lo que estos (a)críticos hacen, lo mezclan todo, no hacen distinciones porque sus entendederas o intereses no dan para ello, y, como un elefante en un cacharrería, pretenden llevárselo todo por delante. Y no pué ser. Si dejamos fuera el diálogo respetuoso, la intención de entender los argumentos del otro y el compromiso de no escamotear nada con el fin de salirnos con la nuestra, lo que nos queda es la barbarie, la mentira y la ley del más fuerte. No es, desde luego, mi deseo, pero es una realidad que cada día crece y se hace más patente, por desgracia.

La verdad es que se me ha ido la pinza pero una jartá. Porque yo iba a escribir sobre esta Semana Santa y cómo se presenta y me he puesto a discurrir sobre la religión, el laicismo (que creo que la mayoría de la gente no entiende lo que es, porque no es negación ni prohibición de la religión, sino separación de la religión y el Estado, pero sin negar la libertad, como algunos reclaman) y la gilipollez de querer dejar el hecho religioso arrinconado como si no existiera (ya sea para vivirlo o no, eso ya es cosa de cada uno, pero existir, existe). Pues nada, a lo que iba.

Se me presenta esta Semana Santa como la última en que seremos dos en casa(bueno, en realidad ya somos tres, porque el protagonismo que tiene Victoria, nuestra niña que en breve ha de nacer, en nuestra vida diaria es a ya estas alturas enorme). Y se acerca esta conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo con la polémica en la que aparece envuelta la Iglesia Católica sobre los abusos que miembros de su jerarquía han cometido sobre niños. Ocultada por algunos (“son cuestiones puntuales”, dice la jerarquía eclesiástica), sobredimensionada por otros (“todos los curas son pederastas”, intentan generalizar los fundamentalistas anticlericales) y sufrida por los verdaderos protagonistas, los niños de los que se ha abusado directamente (los que peor parte han llevado, claro, y claman justicia), y los fieles de los que se ha abusado indirectamente (porque ningún creyente puede no ya defender, sino comprender estas situaciones). Pues miren ustedes, como todo, deben ser las autoridades pertinentes las que resuelvan estos crímenes, pues es lo que son. Lo que no se puede hacer es un juicio paralelo, sin garantías ni para víctimas ni para presuntos culpables, donde se intenta enjuiciar no ya a unos malvados, sino a millones de fieles que creen y a diario se afanan en conseguir un mundo regido por la paz, el respeto y el amor. No, hija, no, como decía Ozores. Eso no. Los culpables, cuando se demuestre que lo son por acto u omisión, que paguen. Si son curas como si son torneros fresadores, tanto para lo bueno como para lo malo. Si acaso, debe ser la propia Iglesia (que es el conjunto de los creyentes, por mucho que a menudo se la identifica únicamente con la jerarquía) quien deba tener en cuenta su condición religiosa, que no los jueces, y mucho menos los que no siendo creyentes pretendan extender a todo un credo las faltas de unos pocos (que serán pocos por muchos que sean en comparación con el total de los católicos). Y la jerarquía eclesiástica, que se debe sólo a la Iglesia y al Evangelio (y por ello a los inocentes que sufren el abuso de los que escudados en su condición han pisoteado sus creencias), que haga acto de contrición y ponga las medidas para que esto, en lo posible, no vuelva a suceder. Lo que no van a hacer, ni unos ni otros, por mucho que se esfuercen en ello, es quitarnos la Fe. Por lo menos a mí. Vive Dios, que no lo harán. Cojones.

Pues nada, que paséis una buena Semana Santa (Fiesta de la primavera, la llamará algún papanatas, y si no al tiempo), veáis muchas procesiones (si os gustan), muchas pelis de romanos (si os gustan), comáis muchas torrijas (si os gustan), pero sobre todo que seáis felices (si os gusta, que hay gente pa tó). Yo, si mi proverbial holgazanería vacacional me lo permite, a ver si me escribo un artículo sobre la Lanza del Destino, o de Longinos, continuando con el relato de todo lo que tiene que ver con la Pasión de Cristo desde el punto de vista histórico, cosa que comencé el año pasado y podéis ver aquí y aquí.

3 comentarios:

esgrasiao dijo...

que ricas las torrijas, de niño lo que pasa es que cogi un empacho me llevaron a ver cofradias y vomite en una aglomeracion, no veas como puse a la vieja de al lao, y desde entonces mi madre dejo de hacerlas y yo de comerlas.
Saludos.

Wayne dijo...

Pobrecico, toa la vida sin torrijas, vaya trauma. Ahora lo entiendo todo...

Colorines dijo...

Las mejores torrijas son las de mi abuela Romana (aunque las haya hecho mi madre).