viernes, 28 de agosto de 2009

"Gol" de Rafael Azcona

Como todos sabéis, este fin de semana empieza la Liga. Por fin llega de nuevo el fútbol, y esta temporada lo hace con gran emoción y prometiendo mucho espectáculo dado el buen momento de juego del Barça y los fichajes millonarios del "Tío Floren". Además, viene acompañado de una revolución televisiva por la aparición de un nuevo canal, Gol TV, ofrecido por algunas empresas de cable (Ono, Orange, Jazztelia) y por la nueva TDT de pago. También se ha sorteado la Champions y nos vamos a divertir: Kaká vuelve a San Siro y Etoo al Nou Camp.

Para celebrar que por fin empieza el "furbol" rescato de entre mis libros y mis recuerdos un relato de fútbol, que también lo es de una vida, que me encantó cuando lo leí en El País Semanal allá por el año 1997. Su autor es- me pongo de pie- Rafael Azcona (q.e.p.d.), uno de los guionistas de cine más prolíficos y geniales del cine español. Bueno, qué leche, seguramente, por la amplitud de su obra y la calidad general de la misma, el más grande de nuestro cine en cuanto al guión se refiere. Este logroñés, tras iniciarse como novelsita y colaborar en la revista satírica La Codorniz, entró en el séptimo arte de la mano del director italiano Marco Ferreri en las célebres El Pisito y El Cochecito. Tras esto, inició sus andanzas con Luis García Berlanga, una pareja que ofreció algunas de las mejores películas de nuestro cine (Plácido, El Verdugo y La Vaquilla son mis preferidas). También escribió guiones para otros directores, como el conquense José Luis Cuerda (la maravillosísima El Bosque Animado, por ejemplo, o La Lengua de las Mariposas), Fernando Trueba (la oscarizada Belle Epoque es un guión suyo), o Carlos Saura (¡Ay, Carmela!). Tras casi medio siglo de magníficos guiones, falleció el año pasado, siendo la última película que lleva su firma Los Girasoles Ciegos de J. L. Cuerda.

Pues bien, otra muestra del genio de Azcona es este relato, que bien podría haber sido filmado por el propio Berlanga. Me encantan las historias de perdedores (Jungla de Cristal, El Apartamento, Vivir de Zhang Yimou, Ed Wood, Poder Absoluto, y tantas otras) y si tienen matices castizos, como es el caso, más aún. Su título, "Gol".

Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo- nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: “Salga, Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente”, eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar- al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenía resuello para subir a atacar la contraria, y él era- o había sido- eso que se llama un goleador nato.

Todo lo que tengo que hacer- pensó Panocha, ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, levarlo hasta la portería contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando esos comemierdas de las gradas empiecen a cantar el gol, hacerles un corte de mangas, o mejor, enseñarles los huevos, y echar la pelota fuera con la patada de Charlot.

Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se les quedaran clavados en el lodo, los jugadores rivales- todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido para rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que se alcanzarlo lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un prescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría algún titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria- con el consiguiente aumento de la ficha- de marcar aquel gol de oro.

Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.

Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos mal nacidos, inidentificable bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a la tanda de penaltis- a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas- que no eran muchas, cierto, pero que deberían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tente tieso.

Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarle las cuentas al fútbol y a la vida, que así se las ponían a fernandoséptimo.

Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lo
habían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar, de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, puteado por su propia mujer. Porque la desgraciada, apenas intuyó el comienzo de su ocaso, se largó a Los Ángeles con un alero de baloncesto a poco de conocerlo en la fiesta que siguió a la concesión de unos premios al juego limpio. Al ferplei, como decían los mamones de la Federación.

Y yo, mientras aquel negro lleno de dientes me la bailaba, y cómo bailaba el tío, con lo alto que era, que la cabeza de Paquita le quedaba a la altura del ombligo cuando la abrazaba para bailar agarrados, y yo allí, en el borde de la pista, bajito y escayolado, con el tendón de Aquiles hecho cisco tras una alevosa patada que me sacudieron por detrás.¡Toma ferplei, Panochita!

El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha- que ya acezaba como un bulldog subiendo unas escaleras- lo sintió más pesado que la primera, cosa verdaderamente extraña, pues en la primera, a pesar de estar rebozado en barro y con laguna pella de césped pegado a sus costuras, lo había encontrado más liviano y manejable que nunca, y en cambio ahora, aunque estaba limpio como una patena, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos. Y la imagen de la sandía le hizo sentir una sed de beduino, una
sed que le obligó a levantar la cabeza y, sin dejar de correr, abrir la boca para beberse a tragos la lluvia.

Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador y la madre que los parió se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como ellos dicen. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se interesó por mí.

Esta vez el esférico- el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezaba a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora tenía la afición puestas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:

- ¡Pasa pelota, pasa pelota!

Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le haría cedido el balón ni por un carro de azafrán- que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía- su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos por minuto- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.

Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar hecha una braga, los que lancen los penaltis los fallarán todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se jodan: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.

Sólo Panocha sabía todo lo que soñó a cuenta del Madrid y de Madrid; él ya había jugado en el Bernabéu contra el Castilla sin sentirse intimidado por su graderío: la conquista de la ciudad empezaba por exigir en el contrato un chalé en una buena zona residencial y el último modelo de BMW que era un coche que le gustaba mucho; hasta se compró un plano para marcar con un rotulador el itinerario de Majadahonda a Chamartín, y a todo el que iba a la capital del reino le pedía que le trajera La Guía del Ocio para estar al tanto de las cosas. Pero los mangantes de su club lo engañaron: según ellos, un ojeador italiano se había puesto en contacto con el presidente, Panochita no debía precipitarse, la Liga italiana era la mejor del mundo, cómo se iba a perder la dolce vita por ir a los sanisidros, donde estuvieran los espaguetis que se quitara el cocido madrileño, y en cuanto a las tías- que era lo más importante- ¿iba a comparar las españolas con las italianas?

Y así, cuando aquella entrada criminal me dejó sin meniscos ni ligamentos y me pasé un año en rehabilitación, ni dolce vita, ni sanisidros, ni espaguetis, ni cocido madrileño, ni italianas ni pollas en vinagre.

De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balón
de había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el “¡Goooool!” de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.

Cabrones. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. Fulanos que entonces me ofrecían a sus hermanas, a sus novias y hasta a sus mujeres, hoy levantan el índice y el meñique para llamarme cornudo a mis espaldas.

Había dejado de llover. La boca le sabía a cuchillo de cocina. Metió la puntera de la bota, siempre la izquierda, bajo la pelota, y la impulsó hacia delante un par de metros para cebar al portero, mientras volvía a oír la voz del turco, que habituado a llamar a todo cristo por su número en su macarrónico italiano, se desgañitaba todavía a la altura de la línea media rival encabezando el tropel de perseguidores:

- ¡Úndichi, úndichi, dami la pelota, puta madre!

Porque, eso sí, las expresiones malsonantes, como decía el presidente del club- un meapilas de mucho cuidado que pretendía hacerles rezar el rosario en las concentraciones- era lo primero que aprendían los extranjeros.

El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzó hacia la puerta contrario acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a l altura de su cadera, y con displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole:

- ¡Gooooool!


El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando de volvió, perplejo, y vio el jodido esférico entre las mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.

Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía a al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en las gradas se alzó un himno:

- ¡Panocha, Panocha, Panocha es cojonudo, como Panocha, no hay ninguno!

Y sin dejar de llorar, el viejo Panocha, Panochita, empezó a derretirse en un delicioso deliquio y eyaculó como hacía siglos que no eyaculaba.
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sábado, 22 de agosto de 2009

incredibleblebles answers

Aquí en España siempre hemos sido, como popularmente se dice, "muy nuestros" y bastante puñeteros. Por eso nos encanta reirnos de los demás, las cosas como son, y si son extranjeros mejor. Pero a los que más nos gusta criticar son a aquellos a los que envidiamos (ya sabéis, la envidia, que algunos llaman el verdadero deporte nacional), y así, a lo largo de las últimas tres décadas, se ha venido generalizando la idea de que los norteamericanos son estúpidos y su sistema educativo una basura que produce esperpentos.

No digo que no sea así. Sin embargo, y continuando con lo "typical spanish", somos muy dados a ver la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio (que siempre he pensado yo: ¡una viga ná menos, pero si eso no cabe en un ojo!). Porque claro, nos reimos de loa americanos, pero que pregunten a nuestros escolares o a la gente corriente y moliente de nuestro querido país sobre los Estados que conforman los EEUU, o la capital de algunos países americanos, o si esos países son americanos o africanos, o la fecha de independencia de los EEUU (o la de la guerra de la Independencia de España, sin ir más lejos). ¿Qué pasaría? ¿Qué tipo de respuestas obtendríamos? No muy lejos de las que muestra el vídeo, seguro (hombre, lo de que un tipo diga que es el primer ministro de Australia y la gente de la calle se lo crea, eso seguro). "Asín que" este video sirve pa echarnos unas risas, pero no para mofarnos de ellos como nación, por muchas ganas que tengams, pues no estamso pa presumir en estos aspectos. Si acaso, esto nos puede invitar a intentar mejorar, ahora que se acerca el inicio de curso, nuestro maltrecho y acada vez más desorientado sistema educativo. Ojalá así sea.


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domingo, 16 de agosto de 2009

No queda sino batirse: Arturo Pérez-Reverte

Creo que ya he repetido varias veces en este mi/tu blog (aunque este verano sólo mío por lo que veo, ¡peazo sequía de comentarios, copón!) mi admiración por Arturo Pérez Reverte. Seguro que alguno recuerda cómo en una de las primeras entradas del blog reproduje un artículo suyo sobre Hernán Pérez del Pulgar. Me gustan sobremanera sus novelas, tanto por su forma de escribir como por las historias que cuenta (ahora estoy enfrascado en Corsarios de Levante, la última publicada del Capitán Alatriste, pero suyas han sido novelas que he disfrutado con pasión, como La sombra del águila, El Club Dumas o la mencionada serie de Alatriste). Pero además me entusiasman sus artículos de opinión, por llamarlos de alguna manera, pues tan pronto aborda algún tema de actualidad como recuerda alguna anécdota de su vida o le da por intentar analizar la esencia de este país que llamamos España.

Actualmente publica en la revista XLSemanal, que sale con el ABC a modo de dominical, y que mi padre me guarda amorosamente junto con el suplemento de La Tribuna, que son los diarios que adquiere cada domingo antes de ir a misa (bueno, también compra el Marca pero con ése no te dan ná). A menudo abordo con ilusión la lectura de la página de Pérez-Reverte, pues, como he dicho, me suele gustar lo que dice y cómo lo dice. Y no es que siempre esté de acuerdo con sus opiniones, que no lo estoy, pero le reconozco varias cosas. Primero, una redacción y escritura que me hipnotiza y que degusto palabra a palabra, sílaba a sílaba, porque tiene la rara capacidad de que su voz resuene franca y convincente, como si de una animada conversación de amigos se tratase, en las letras impresas. Segundo, que se atreve, cosas de estar ya de vuelta de todo, a expresar ciertas ideas y pareceres procedentes de ese sentido común del que se dice, y estoy de acuerdo, que es el menos común de los sentidos, y que entran en lo que hoy en día se da en llamar opiniones “políticamente incorrectas”. Tercero, que me alboroza ver expresadas con tanto tino y acierto juicios y consideraciones que a mí se me presentan necesarias de decir, cuando no de gritar, en esta sociedad nuestra tan poco dada a la reflexión y donde los más grandes dislates toman con facilidad fama de verdades inmanentes. Y, cuarto, y quizá lo más importante, ser capaz de atraer mi atención y llevarme a la reflexión cuando aquello que cuenta no cuadra con mis creencias o me incomoda; entonces, lejos de obviarlo, intento recomponer mi opinión sobre el asunto al que se refiere y, confrontando lo que sé y creo con lo que leo, cambiar o reafirmar en cada caso mi juicio y entender. Ahora me resulta difícil citar a otro autor que con asiduidad consiga esto. No, no. Que no, no hay ninguno más, así “de continuo”.

Bueno, el caso es que voy a reproducir algunos de sus artículos (lo cual no sé si a él le haría gracia, pero bueno), aunque, eso sí, os dejo el enlace por si queréis leerlo en el original. La sección se titula, como podéis ver, "No queda sino batirse", frase convertida en muletilla por el Francisco de Quevedo vividor y temerario que nos retrata el autor en su serie de Alatriste.

Seguramente el artículo que más ha trascendido en los últimos tiempos, y no porque provocase que en la prensa corrieran ríos de tinta apoyando sus afirmaciones o refutándolas, que no lo hizo, sino porque se convirtió en un e-mail “en cadena” que se enviaba y reenviaba a través de miles de correos electrónicos, es el titulado “Permitidme tutearos, imbéciles”, del año 2007. En este escrito abordaba la política educativa de los últimos años y la actual situación del sistema ¿educativo?. Es un artículo que me encanta, pero no seré el primero que reproduzca porque quizá toca un tema demasiado importante para estos meses de verano, en que nuestro cerebro, como nuestro cuerpo, está en modo “ahorro de energía”. En vez de eso, he decidido ofreceros otro, que a pesar de en el fondo tocar un tema serio como la estupidez y pensamiento obtuso que se propaga cual gripe A por nuestro país, lo hace de una manera irónica verdaderamente divertida, en cuyo uso es Pérez Reverte, también, otro maestro. Publicado en mayo de este año, venía a colación por la piratería que asola (¿asolaba?, qui lo sá, los periodistas ya se han olvidado) las costas africanas del Índico. Sencillamente genial. Aquí está:

Apatrullando el índico

Imperativos de las artes gráficas obligan a escribir esta página un par de semanas antes de la fecha en que se publica. Lo aclaro porque es posible –poco probable, pero posible– que, cuando lean estas líneas, la fragata española destacada en el Índico haya destruido a cañonazos a toda una flotilla de piratas somalíes, o que nuestros comandos de la Armada, tras recibir vigorosa luz verde del implacable Ministerio de Defensa español, hayan liberado heroicamente a varios rehenes españoles o extranjeros, liándose a tiros, bang, bang, bang, y dándoles a los malandrines las suyas y las del pulpo sin pagar rescate ni pagar nada. Que no creo, la verdad. Aquí eso del bang bang se mira mucho, no vayamos a darle a alguien, que encima es negro y desnutrido, aunque lleve Kalashnikov, y a ver qué dicen luego la prensa, las oenegés y las estrellas del cine español. Pero nunca se sabe.

Hoy quiero hablar de una foto. En ella aparece la titular de Defensa, señora Chacón, con varios portavoces parlamentarios –el señor Anasagasti, la señora Rosa Díez y algún otro padre y madre de la patria– a los que invitó al océano Índico para retratarse a bordo de la fragata Numancia; que como saben forma parte del dispositivo internacional que allí protege, o lo intenta, el tráfico mercante. En la foto, los portavoces varones y hembras sonríen felices, cual si acabaran de cantarle a la marinería lo de «Soldados sin bandera/soldados del amor», satisfechos por llevar al cuerno de África un mensaje de compromiso y firmeza. Mucho ojito, piratas malvados, que con España no se juega. Aquí estamos todos, unidos como una piña colada, para dar aliento a nuestros tiradores de élite. Cuidadín. Etcétera. Estoy seguro de que, después de verlo en el telediario, las familias de los tripulantes de atuneros, petroleros, portacontenedores y otros barcos españoles duermen tranquilas. Relajadísimas. Nuestra Armada está ojo avizor, y nuestros políticos la apoyan. El protocolo operativo contempla el uso de la fuerza, siempre y cuando no peligre la vida de secuestrados ni de secuestradores. O algo así. A ver qué pirata le echa huevos y se atreve ahora.

Debo confesar algo inconfesable. Y, por tanto, lo confieso. Habría dado mi colección completa de primeras ediciones en gabacho de Corto Maltés –blanco y negro, editorial Casterman– porque, en el momento mismo de la foto, una docena de piratas somalíes hubiesen decidido sumarse por su cuenta al homenaje. Me tiembla el dedo de placer, dándole a la tecla, al imaginar a una docena de Isas y Mojamés abordando la Numancia con su cayuco mientras todo el mundo estaba pendiente del fotógrafo. Hola, buenas. Aquí mi cuñado, aquí mi primo. El del lanzagranadas es mi suegro. De momento nos van a pagar ustedes veinte kilos en billetes nuevos. Si no es molestia. Y díganle a la rubia de las gafas y los piños que deje de hablar por el móvil pidiendo auxilio y se siente, coño.

Y luego el operativo. Gabinete de crisis en Moncloa. Café y expertos. Ese presidente Zapatero telefoneando a Obama para preguntarle qué haría él en un caso similar, y el otro respondiendo que ya lo hizo: no pagar un duro y cargarse a los malos. Eso es totalitario, responde Zapatero. Indigno de un presidente afroamericano de color. Entre Sarkozy y tú me vais a desmontar el chiringuito con vuestros putos pistoleros. Nosotros tenemos Alianza de Civilizaciones, chaval. Somos líderes en eso. Además, te informo de que la violencia sólo engendra violencia. La piratería está tocando fondo, dentro de un par de meses empezará a disminuir, y mi gobierno ya toma medidas para que cuando desaparezca del todo, que será pronto, África y sus habitantes encuentren a España preparada para convertir aquello en Hollywood. Que no te enteras, tío.

Y después, tatatachán, el desenlace. Al alba y con viento de levante, tras arduas y enérgicas negociaciones a través de la embajada de Cataluña en Mogadiscio, el ministro Moratinos anuncia otro éxito diplomático y humanitario sin precedentes: «Hemos pagado enérgicamente –dice sin despeinarse– el rescate en un tiempo récord, cosa nada fácil con las transferencias, los horarios de bancos y demás. En cuanto a lo que de verdad preocupa a los españoles, la salud de los piratas, diré que todos se encuentran bien; excepto uno que, al abalanzarse a robarle el reloj al señor Anasagasti, resbaló y se hizo pupita en un dedo. La ministra de Defensa ha fletado un avión para trasladarlo a un hospital de Madrid –ella misma le sostiene el gota a gota de plasma–, y confiamos en su recuperación. Son daños colaterales inevitables en estas operaciones de precisión y alto riesgo. Por otra parte, el cabo primero de infantería de marina Manolo Gómez Cascajo, que en un momento dado sugirió coger los Cetmes y achicharrar por el morro a los piratas, ha sido seriamente amonestado por Defensa, y su próximo destino será censar focas en Chafarinas. Por querer matar negros y por fascista».

Aquí, el enlace original
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martes, 11 de agosto de 2009

Garfield: mi héroe (III)

En medio del calor estival y de las tormentas de agosto, tres nuevas tiras de nuestro admirado filósofo gatuno.



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miércoles, 5 de agosto de 2009

Diálogos con la música: Brian Boru´s March

Un poco de música que parece que la teníamos olvidada. Brian Boru fue el último gran rey de Irlanda, que la unificó y la defendió frente a las invasiones vikingas. Una figura entre lo histórico y lo mítico (seguramente más cercana a lo segundo que a lo primero), situada en las postrimerías del siglo X y los inicios del XI. Pero lo que nos interesa es la “Brian Boru´s March”, una composición musical tradicional irlandesa, con la que según la leyenda fue enterrado el que también ha sido conocido como el “Emperador de los irlandeses”.

En el primer disco recopilatorio de su programa, Ramón Trecet escribía: “que me entierren con esto”. Se refería en concreto a la versión de esta marcha que hace James Galway, “el hombre de la flauta dorada”, nombrado caballero por la reina Isabel II en 2001. Tras abandonar la Filarmónica de Berlín de Von Karajan, inició una carrera como solista que le ha llevado a ser considerado uno de los mejoras flautistas del mundo.

También os ofrezco otras versiones de este tema, realizadas por algunos de los grupos más importantes de la música de Irlanda, caso de The Chieftains y los revolucionarios Clannad. También una versión "cantada" e interpretada por el arpista bretón Alan Stivell, el responsable del renacimiento y evolución de la música celta en los setenta. Para finalizar, una pequeña rareza: la ejecución del tema por el maestro español de la guitarra clásica Narciso Yepes. La versión de Galway os la ofrezco sólo en audio, mientras que las otras tres van acompañadas de video (en la de Yepes el sonido no es el ideal, pero bueno). Espero que os guste.










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sábado, 1 de agosto de 2009

Los hermanos Marx en increiblebleble

Llevo algunos meses mostrando en este humilde blog muestras de dos de los grupos de humor más geniales que han existido (y en el caso de Les Luthiers, existen). Ahora voy a irme unas cuantas décadas (seis o siete) más atrás para recuperar el legado de unos de esos pioneros del humor audiovisual, es decir, del humor en el cine. Sí, sí, ya lo sé, pioneros, pioneros, los grandes del cine mudo, como Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd,, etc. Pero me refiero a los cómicos que unían acción visual con sonora, y por tanto, los que entraron “en escena” (y nunca mejor dicho) con el cine sonoro: Los Tres Chiflados, Laurel y Hardy, Abbot y Costello, Bob Hope, Cantinflas en México... De todos ellos que mayor éxito y fama tuvieron a lo largo y ancho del mundo fueron sin duda los Hermanos Marx, protagonistas de 13 películas que abarcan 20 años (1929-1949). De entre ellas son destacables sobre todo tres: Sopa de Ganso, Una noche en la ópera y Un día en las carreras. Sin embargo, en todas podemos encontrar retazos de genialidad de esta familia de cómicos.

Los Hermanos Marx eran cinco en realidad, aunque los que han pasado a la historia han sido los tres mayores: Leonard (Chico), Arthur (Harpo) y Julius Henry (Groucho). El más pequeño, Herbert (Zeppo) formó parte de las cinco primeras películas, pero al hallarse totalmente eclipsado por el talento de sus tres hermanos decidió dedicarse a la representación de artistas, siendo el repesentante, claro, de los Hermanos Marx a partir de 1933. El último hermano, Milton (Gummo), sólo actuó con ellos en sus años de vodevil teatral, y lo dejó para servir en la Primera Guerra Mundial, asociándose posteriormente con Zeppo en su empresa de representación y terminando como apoderado de Groucho tras la disolución del grupo como tal.

Durante décadas el público ha elegido a “su preferido” de entre los hermanos, y, si en los años treinta y cuarenta Harpo le hacía sombra a Groucho (seguramente porque el humor de Harpo era heredero del “slapstick” que dominó el cine mudo), creo que a partir de entonces no hubo color, y Groucho no sólo se convirtió en el preferido del público, sino en todo un icono universal. Sí, claro, yo también soy de Groucho. Además, fue el único que tras la última película protagonizada por los tres (Amor en conserva, 1949), mantuvo su éxito con a apariciones en otros films, y, sobre todo, en la televisión. El gran olvidado seguramente ha sido Chico, el mayor, que a pesar de no destacar demasiado, sin él seguramente nada hubiera sido lo mismo, sobre todo para Harpo, pues el “Marx rubio” hablaba en sus películas por boca de su hermano, que traducía lo que quería decir con su lenguaje gestual (aunque a menudo no demasiado acertadamente). Esto… todo el mundo sabe que Harpo no hablaba en las películas, ¿no? Y que en realidad no era mudo, como durante décadas creyeron los espectadores, ¿verdad? Bueno, pues eso, que también Chico tiene un lugar en nuestro corazoncito, como Harpo, a pesar de ser admiradores recalcitrantes de Groucho.

Vale, lo reconozco. Cuando veo las pelis en video paso los números musicales. Todas las películas de los Marx a partir de 1935 (con Una noche en la ópera) tienen varios (imposición de la Metro) y son un tostón, sí. Son, sin embargo, testigos de una época, de una forma de hacer cine cercana a la revista y al vodevil, pero que lastran a las películas de los Marx hasta el punto de que no se puede decir que sean grandes películas, pero, eso sí, son divertidísimas. Para encontrar comedias divertidísimas y con gran calidad cinematográfica en esa época habría que mirar hacia otro lado (¿he oido Lubitsch? ¿Y Preston Sturges?), pero eso no cercena la importancia de estos cómicos, sino que muestra la mala suerte que ellos, y el cine en general, tuvieron al no trabajar con directores de calidad. Sólo se salva en este aspecto Sopa de Ganso, dirigida por un gran Leo Mac Carey, que se encuentra en la lista de las 100 mejores películas de todos los tiempos del American Film Institute.

Para terminar, no puedo olvidarme del último miembro de esta familia. Vale, no era hermano, ni hermana. No, no les tocaba nada. Pero, sobre todo Groucho, ¿qué hubiera sido de los Hermanos Marx sin Margaret Dumont? Como dijo Groucho, “la quinta hermana Marx”. Actriz de cine y teatro, solía representar papeles de señora rica y madura, de porte aristocrático, que solía rendirse ante los encantos de los personajes que encarnaba Groucho, los cuales habitualmente la cortejaban para luego mofarse de ella e intentar quedarse con su dinero. En aquellos años, recuerda Groucho, muchos espectadores pensaban que en realidad estaban casados, pues era difícil ver al uno sin el otro. En su divertida autobiografía, Groucho y yo, la describe tal cual sus personajes eran: una mujer de otra época, con mucho estilo y eduación, sin muchas luces, pero de gran corazón. Sin la Dumont, más del 70% de los gags que hicieron famoso a Groucho no hubieran tenido sentido. Desde aquí, rompo una lanza porque a partir de ahora, todos los que hablen de los hermanos Marx, citen, aunque sólo sea por justicia, a la señora Dumont.


Nada, ya sabéis, de vez en cuando, unas píldoras de estos geniales cómicos. Aunque, claro está, lo mejor es ver sus películas del tirón (pasando los números musicales, sobre todo cuando Harpo se pone a tocar el harpa). Hoy, dos escenas de Una noche en la ópera ("¿Quiere usted las uñas largas o cortas?" "Déjemelas cortas porque aquí ya va faltando sitio", buajajajajajajaja, simplemente genial)







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