miércoles, 22 de julio de 2009

Frases hechas... a sí mismas (II)

Continuamos con el origen de dichos y frases hechas que utilizamos frecuentemente al hablar. Hoy nos centraremos en algunos que tienen un origen histórico. Así, teniendo en cuenta el caos y la preocupación que produjo ayer en Ciudad Real el enorme incendio que asoló las afueras de la parte noroeste de la ciudad, cualquiera podría haber exclamado que “se armó la de San Quintín”, y a aquellos que se mostraban incrédulos porque los medios contra-incendios tardasen en sofocar las llamas se les podría haber recordado que “no se ganó Zamora en una hora”. Si ustedes, apreciados lectores y lectoras, cambiasen su buena costumbre de pasarse por este humilde blog al no renovar el que suscribe sus artículos cada cierto tiempo, podrían espetarme que “Quien fue a Sevilla perdió su silla”. Comencemos, por tanto, dando causa y origen de estos dichos. Pasen y lean, que “así se las ponían a Fernando VII”

“Se armó la de San Quintín”. Se refiere a la batalla entre lo ejércitos de Felipe II de Habsburgo, monarca español, y de Enrique II Valois, rey francés, el 10 de agosto de 1557 en la localidad francesa de San Quentin (San Quintín). La corona francesa, interesada en los territorios italianos de Nápoles y Lombardía, ocupados por los españoles, se alió con el Papa Pablo IV, que inclusó llegó a excomulgar a Felipe II y a su padre Carlos V (ya retirado en Yuste). Además, el de Valois envió al Duque de Guisa a Nápoles para acabar con la presencia española en esa zona del sur de Italia. Como arriesgada y osada respuesta, Felipe II decidió acometer la invasión de Francia. Logró para ello el apoyo de su esposa, María Tudor, reina de Inglaterra, que secundó la acción con hombres y dinero. Igualmente, puso al frente de las tropas hispanas al Duque de Saboya, Manuel Filiberto, al que le habían sido arrebatadas sus tierras por los franceses. Al poner al frente de su caballería a un príncipe afín, Felipe II, el “rey prudente” (como después veremos, a veces demasiado), inauguraba una nueva forma de hacer la guerra. Su padre no habría dudado en ponerse al frente de sus tropas, pero Felipe II fue quizá el primer estadista totalmente “moderno”, que supo diferenciar entre la figura del monarca y la del guerrero. El ejército que fue capaz de recabar constaba de unos 60.000 soldados entre españoles, ingleses y flamencos (Flandes era uno de los territorios que Carlos V había dejado a su hijo Felipe II). El enfrentamiento se produjo en las inmediaciones de la población de San Quintín, en la Picardía francesa. Por un lado, las huestes del de Saboya, con el flanco derecho al mando de alonso de Cáceres, el ala izquierda formada por el temible tercio de Alonso de Navarrete, y cerrando la formación la caballería flamenca del conde de Egmont (once años después, curiosamente, juzgado y ejecutado por traición a la monarquía hispánica por el Tribunal de los Tumultos fundado en Bruselas por el Gran Duque de Alba). Por parte francesa, las tropas acantonadas en la villa, al mando del Almirante Gaspar de Coligny, y el socorro de 35.000 soldados entre las fuerzas dirigidas por el condestable de Montmorency y las de su hermano Andelot. Las hostilidades llegaron a su punto álgido el 10 de agosto, festividad de San Lorenzo. La línea de batalla, el río Somme a su paso por la citada localidad. Acabada la batalla, con la victoria hispana cimentada en la acertada dirección de sus generales y sus superioridad táctica, las pérdidas del ejército francés se contaron en 6.000 hombres, más otros 6.000 franceses capturados y 5.000 mercenarios alemanes que fueron indultados bajo la promesa de no servir más a la monarquía francesa. Las bajas españolas no superaron los 300. El camino hacia París se mostraba expedito para el ejército español, pero Felipe II, desoyendo las recomendaciones de Luis Filiberto de Saboya, decidió no atacar París hasta no haber tomado definitivamente San Quintín, cuyos habitantes resistieron hasta el 27 de agosto (aquí, como decíamos, se paso de "prudente"). Para conmemorar dicha batalla, Felipe II ordenó construir un monasterio bajo la advocación del santo del día, el actual monasterio de San Lorenzo del Escorial. Tras esta victoria, los españoles volvieron a derrotar a los franceses en la batalla de las Gravelinas, forzando la definitiva (no por mucho tiempo) paz de Cateau-Cambresis en 1558. San Quintín, por tanto, una de las batallas más cruentas y a la vez victoriosas y célebres de la historia de España.

“No se ganó Zamora en una hora”. Esta exclamación, que pide paciencia y prudencia, tiene su origen en el sitio de la citada localidad castellana, que duró siete meses y que finalmente no tuvo éxito debido a la famosa traición de Bellido Dolfos. Pero pongámonos en antecedentes. Península Ibérica, siglo XI. La reconquista cristiana va “viento en popa” como demostrará la postrera toma de Toledo en 1085. Antes, en 1065, Fernando I de Castilla y León repartió sus reinos entre sus hijos: a Don Sancho le dejó Castilla; a Don Alfonso, León; para Don García, Galicia; y a sus hijas doña Elvira y Doña Urraca, Toro y Zamora, respectivamente. Sin embargo, este reparto ni fue bien visto por el mayor, a la postre Sancho II de Castilla y León, que se afanó en conseguir los territorios de sus hermanos. Así, se hizo con Galicia haciendo a Don García prisionero, y obligó a Don Alfonso a huir a Toledo y ponerse bajo la protección de su vasallo el rey Al-Mamún, proclamándose Sancho rey de Castilla y de León. Tras esto, tomó Toro, y, sabiendo de la participación de su hermana Urraca en la huida de su hermano Alfonso, sitió la ciudad de Zamora en el 1072. Los zamoranos resistieron durante siete meses, hasta que un noble zamorano llamado Bellido Dolfos se presentó ante Sancho ofreciéndole la posibilidad de entrar en la ciudad mostrándole las zonas desprotegidas de la muralla. El rey, imprudentemente, acompañó una noche al traidor para conocer de primera mano esos supuestos puntos débiles de la resistencia zamorana. Separado de su guardia personal, el monarca castellano fue presa fácil del tal Bellido Dolfos, que acabó con su vida clavándole una daga. El lugar al que se refiere la leyenda se conoce como “el portillo de la traición” y se puede visitar en esa maravillosa ciudad que es Zamora. Alfonso VI se convirtió entonces en Rey de Castilla y León, y con esto dio comienzo a la archiconocida historia de Don Rodrigo Díaz de Vivar, “el Cid Campeador”, lugarteniente de Sancho II que sospechaba que el asesinato de su señor había sido orquestado por su hermano; ahora su seor el rey Alfonso. Pero eso, como se suele decir, es otra historia.

“El que se fue a Sevilla, perdió su silla”. En este caso la conocida frase es una deformación del hecho histórico que la origina, pues en realidad tendría que decirse “el que se fue de Sevilla, perdió su silla”. En el siglo XV, durante el reinado de Enrique IV “el impotente” (hermano de Isabel la católica y padre, o no, de Juana “la Beltraneja”), el arzobispo de Sevilla Alonso I de Fonseca consiguió para su sobrino-nieto Alonso de Fonseca y Acevedo, en ese momento deán de la catedral sevillana por mediación de su tío-abuelo, el arzobispado de Santiago de Compostela. Esta dignidad, muy importante, no estaba exenta de problemas, pues los nobles gallegos ya se habían enfrentado al anterior arzobispo, Rodrigo de Luna. “Alonsito” pronto se metió en problemas y fue apresado y desterrado por los nobles gallegos por al menos diez años. Alonso I no se conformó con conseguirle el arzobispado a su pariente, para lo que intercedió el propio Rey ante el Papado, sino que le propuso intercambiar sus arzobispados y marchar él a Santiago, cumpliéndose así el destierro mientras negociaba con la nobleza su regreso. Cuando consiguió que la vuelta de su sobrino fuese aceptada, Alonso II decidió hacer caso omiso del acuerdo, y no se quiso mover de Sevilla. Tuvo que ser el propio Rey el que obligase al arzobispo de Santiago acantonado en Sevilla a volver a tierras gallegas y devolver la sede sevillana a su tío. Y es que “Alonsito” decía, como muchos han hecho después, que “el que se fue de (a) Sevilla, perdió su silla (arzobispal, se entiende)”.

Terminamos con el “así se las ponían a Fernando VII”. Tras unas explicaciones tan densas, ésta final será más liviana. Se refiere simplemente al gusto del infame monarca español por el billar, afición que bien pudo cultivar en su dorado retiro (como sabemos, no definitivo) tras vender España a Napoleón. Los miembros de la camarilla del rey le solían colocar las bolas (de billar) para que hiciese carambolas con facilidad, haciéndole creer así que era un experto jugador y tenerlo contento. Hay hipótesis menos deportivas y más deshonestas, pero nos quedamos con ésta, que es la explicación ofical. De todas formas, “lo otro” siendo rey y Borbón (se dice, se centa…), tampoco se lo (se las) pondrían difícil (difici-¿las?, que diría la ministra).

2 comentarios:

Culiparda de adopción dijo...

Vamos a ver, vamos a ver, enorme incendio que asoló toda la parte noroeste de rastrojos de la ciudad, afectó a algunos chalets, si, pero según lo cuentas parece que ha ardido hasta la catedral.

Wayne dijo...

Bueno, vale... sí. "Las afueras de la parte noroeste de la ciudad", ¿vale así?