Me han recordado en casa que la primera Semana Santa de este blog prometí hacer una entrada especial sobre estas fechas. Como véis los que seguís el blog (si es que hay alguien) no se puede comparar el ritmo de producción y publicación que llevé durante el 2009 y el 2010 con el actual, ya que el tiempo y, lo reconozco, el interés ha ido a menos. Empero, quiero mantenerme, de momento, en mi compromiso, y lo haré transcribiendo partes del maravilloso pregón de Semana Santa que el año pasado Antonio García Barbeito, al que sólo conozco por ser colaborador de Carlos Herrera en la radio, dió en Sevilla. Curiosamente, fue criticado por muchos porque no hacía referencia a la parte más lúdica de estas fiestas, amén de no poner en relevancia la Meca semanasantera (¡toma multiculturalidad!) en que han querido convertir a la capital andaluza. Claro que quien eso dijese se enteró de poco, la verdad. Es un bellísimo texto que aborda lo, en mi opinión, primordial de la Semana Santa, el aspecto religioso y mistérico, el lado personal y vital, la cercanía con esa divinidad humana, o humanidad divina, que representa Jesucristo en la cruz y que nos pone a todos en el centro de todas las preguntas acerca de la existencia, trascendiendo la mundana realidad y mirando a la eternidad a los ojos. Fe y duda, duda y Fe, porque no puede existir lo uno sin lo otro. En estos tiempos tan "laicos" (ateos diría yo, pues es eso lo que en realidad defienden, entendido el ateismo como una religión más, cada vez más fundamentalista, por cierto)es emocionante y me llena de alegría encontrar estas palabras, que resumen de manera personal una manera de vivir la Fe que alumbra la incertidumbre, pues no puede haber la una sin la otra, y que es la que yo he vivido en todos los buenos cristianos que he conocido y conozco, que han sido y son muchos.
Pues eso, un texto precioso como pocos he leido en años, y que alguna lagrimita me hizo derramar (aunque ya sabíes que en eso soy un chico fácil.
En estas atinadas palabras responde a ese recelo siempre existente sobre si la Semana Santa es Fe o idolatría:
"Yo vengo de lo pequeño, de un lugar que sólo tiene un Nazareno y dos crucificados que recorren las calles. Vengo de allí donde empecé a aprender la devoción de los míos… Tú quizá no puedas entender –o sí- que hombres que blasfemaban con la boca cerrada lloraran como niños al ver pasar a Dios con una Cruz a cuesta. Llegaban los muchachos, llegaban los hombres a la parihuela del Señor y amarraban su pañuelo como quien escritura en un nudo una vieja promesa. Porque sí. Porque para ellos Dios no podía estar lejos, tenían que fiarlo todo a una imagen. Eran los mismos que habían visto, tras un año de sequía, cuando el tiempo había abierto en el mostrador de las tierras un muestrario de solanos del que los días copiaban para cortarle al campo un traje de ruina, y como nadie contestaba con lluvias a súplicas y rezos, recurrieron a Él, al mismo que otras veces los había socorrido. Le pidieron la lluvia por las veras del campo, silencio y esperanza, cuando abril no sabía dónde estaban las nubes. Y llovió. Y por eso creen en Él. Y por eso van a verlo, a rezarle o a darle gracias. Saben que ese Nazareno no es el Dios de los cielos, pero ellos –como tú- necesitan un Dios con domicilio, un Dios con “consulta” en la tierra, no un vacío lejano donde se pierden las preguntas."
Nos regala también estos preciosos versos dedicados a los costaleros:
Les cabe bajo el brazo el equipaje
para su larga y dura travesía.
La fuerza sacará que no tenía
el músculo. Más nervio, y más coraje.
Y el alma, que sin alma, este viaje
no lo soporta nadie, nadie iría
en la ciega galera de una umbría
remando con los pies en oleaje
de un mar urbano con brillo de cera,
obediente a una voz seguiriyera
y a un golpe de martillo que motiva,
si al levantar el paso no pensara
-rebosante la fe, la entrega clara-
que es Cristo o es su Madre quien va arriba.
Anda por sus pies el Cristo
y anda por ellos María.
que andar sin ellos sería
ir de gracia desprovisto.
Por eso, Señor, te insisto:
hazles de santas maderas,
un cielo donde Tú fueras
capataz que iguale nombres.
Un cielo para esos hombres,
¡Pero con trabajaderas!
Continúa con referencias a las sensaciones que provoca la semana santa en el creyente que la vive, que la siente, que la duda y que la abraza.
Lo miro en la cruz clavado,
abandonado de Dios
y un ruego: “¡perdónanos”,
se hace culpa en mi costado.
Lo negué. Y Él me ha salvado
de llenarme de vacíos.
Por eso, al sentirle fríos
manos y pies tan esclavos,
yo sé que en esos tres clavos
algunos golpes… son míos.
Sigo aquí, Señor, rezando
oraciones que aprendí,
pero al preguntar por Ti,
sigo dudando, dudando.
Señor, por la duda ando
entre preguntas desnudas,
esperando a que Tú acudas
a despejarme neblinas:
yo te arranco las espinas,
¡arráncame tú las dudas!
Con una cruz sobre el hombro,
pasas, Señor, ante mí,
y tu paso, al verte así,
con una oración lo alfombro.
Pero al rezarte te nombro
como siempre te nombré:
sin tener claro si es fe
lo que me empuja a rezarte,
o saber que tengo parte
en esa Cruz. No lo sé.
El compromiso cristiano, más allá de lo formal y lo cainita, que debe renovarse cada semana santa al recordar la Pasión de Cristo, nos lo recuerda en estas palabras:
Pasan cristos a diario
por su calle de amargura,
y mi esfuerzo no procura
evitarles su calvario.
Nunca creo necesario
llevar su peso conmigo.
En mi egoísmo, no digo
-por más que diga que creo-,
que si soy su cirineo,
ya lo estoy siendo contigo.
Si tú eres el mismo Cristo
y preguntaste a la Altura,
¿qué hago, si en mi noche oscura
alguna cruz no resisto?
Y si por tu amor existo,
¿cómo me voy a callar,
si me acaban de clavar
una lanza en el costado,
y por más que te he llamado
Tú no acabas de llegar?
Dios y el hombre; Jesucristo, ambas cosas, sin ambages, sin excusas, uno frente al otro, las preguntas y ¿las respuestas?...
“¿Por qué me has abandonado”?,
preguntaste en tu agonía.
Hice tantas veces mía
esa pregunta a tu lado…
Cuando me sentí acabado,
a tu nombre recurrí.
Mi agonía puse en Ti
en desesperado grito…
¡Que yo también necesito
que alguien conteste por mí!
El Dios que tengo en mí no es de madera,
ni sale en procesión ni tiene nombre,
es un Dios todo Dios y todo Hombre
que de mí, sin pedirme, tanto espera.
El Dios que tengo en mí de cabecera,
vive pendiente de que yo me asombre,
de que le pida cuentas, que lo nombre,
le exija, le pregunte. Y que lo quiera.
Es ese Dios que entre los hombres labra,
para sembrar a mano una palabra
-Amor- que le germine cada día.
El mismo que me llama y no contesto,
el que siempre me encuentra con lo puesto.
El que sigo buscando todavía.
El Dios que no busqué vino a buscarme
y no supe quién era, a qué venía.
Se fue. Pero volvió. Yo lo sabía:
a Dios no hay duda que me lo desarme.
Creí que iba a pedirme; vino a darme;
le rechacé el regalo. Me insistía.
Y me alargó la mano. Todavía
no sé por qué razón pude negarme.
Me fui. El se quedó. Lo eché de menos.
Me dijeron que andaba entre hombres buenos,
generoso, fraterno, conjuntivo.
Y en el campo una tarde, al recordarlo,
me contestó cuando empecé a nombrarlo
al decir “surco, río, luz, olivo…”
Jesús sabe que el hombre necesita
lo visible y cercano, lo tangible,
y para que se acerque a lo posible,
imágenes de Él le facilita.
Aquel Jesús de cruz y de calvario,
el nazareno aquel, el que decía
que por Amor la pena merecía,
quizá no sea tu imagen de diario.
Pero Él se va a la mano de las formas
porque sabe que tú no te conformas
si no lo ves, lo palpas, lo veneras…
Y permite a la mano que lo talle
y al pueblo que lo lleve por la calle,
¡para que tú lo nombres como quieras!
Ni tú eres Dios ni yo soy el Diablo.
Somos hermanos en la misma Obra.
(Yo te mendigo Dios, si es que te sobra;
lo precisa el amor con que te hablo.)
No vengas a clavarme tu venablo
para aumentar mi duda y mi zozobra;
que Dios paga en Amor, y Dios no cobra
más que en Amor, amigo. Busca a Pablo.
El Dios que anda por mí, el Dios que digo
es un Dios de perdón, no de castigo;
y acaricia mi duda y no se espanta
de mis debilidades. No se aflige:
si ve que me equivoco, me corrige,
y si ve que me caigo, me levanta.
Y para finalizar, María, esa otra gran protagonista de la Pasión, tan humana y tan divina como el Nazareno:
Cuánto nombre para un único Cielo,
cuántas flores para una sola Rosa,
cuánto nombrarte siempre Dolorosa
para acabar nombrándote Consuelo.
Tantas coronas y una sola frente;
para los mismos ojos, cuánto llanto,
y cuánto, cuánto, cuánto perfil santo
para mirarte Una y diferente.
Cuánto nombre buscando hacerte suya
en la oración, el ruego entre la bulla,
en la devota y vieja cercanía…,
para que todo sobre cuando vayas
a contarle la pena que te callas
y simplemente digas: “Madre mía…”
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